miércoles, 21 de diciembre de 2016

capitulo 1

                                                                                                                                                          (1)       

  
Serían como las seis de la mañana. Un poco antes, tal vez. El sol entraba por las rendijas de la ventana y su claridad parecía ser una mucama que venía a quitar las sábanas, porque era hora de estar levantados. Se saboreaba el último calorcito de la cama y se entraba en la lucha de entre ya es hora y otro poquito más porque la estancia estaba rica y acogedora. Había que levantarse. Ya el cuerpo habituado en su reloj rutinario indicaba que no era tiempo de estar acostado. Era hora de estar de pie. No había nada que exigiera el levantarse a esa hora, ni más temprano, pero la fuerza de la costumbre programa los cerebros como un reloj suizo y el cuerpo obedecía a un programa de vida de toda una vida. Quedarse en la cama era perder tiempo, sobre todo si se quería dormir, a no ser que en verdad el cuerpo pidiera estar acostado por razones de quebrantamiento de salud. Y, aún así, el instinto de la costumbre llevaba a estar despierto desde muy temprano.
         No había nada qué hacer levantado a esa hora de la mañana. La rutina matutina se seguía como se había seguido siempre. Agradecer al Creador el nuevo día de manera instintiva, como siempre. Colocarse en sus manos y elevar el pensamiento junto con el sentimiento a su voluntad y predisponerse a ser fiel a sus designios, por sobre todas las cosas, también como siempre. Todo era el ritual matutino.
         En la televisión estaban dando la película en la que Robin Williams hacía de un estudiante de medicina con ideas nuevas para sus compañeros de clases y para sus profesores. Proponía que había que mejorar no solo la salud física, sino emocional de los pacientes. Todo se desarrollaba en un hospital con pacientes de cáncer, sobre todo muchos niños con cáncer. Las ideas del personaje eran vistas por todos como ideas propias de una persona desequilibrada. La medicina tenía que tomarse en serio y no a la ligera ni con humor, como pretendía este estudiante. Lo novedoso que se proponía era que había que trabajar con los pacientes, con nombres y apellidos, y no como números de cama y de habitación. Había que llamar e identificar a cada paciente de manera personalizada y no con la clasificación numérica de manera imparcial. Había que involucrarse emocionalmente con los pacientes de cáncer. Había que mejorar la calidad de vida, y no solo retrasar la muerte, como tradicionalmente hacen muchos profesionales de la medicina. Para eso había que hacer reír a los pacientes. Hacerlos reír. Este estudiante se colocaba una goma roja de payaso en la nariz e iba por las habitaciones del hospital haciendo payasadas. Provocaba la risa de algunos y el disgusto de otros. Algunas de las enfermeras lo secundaban. Otras lo criticaban. Los médicos, sobre todo uno, que era su profesor, lo tenían en tres y dos. Lo tenía en la mira y no aprobaba para nada sus comiquerías fuera de sitio y lugar. El hospital era asunto serio y los pacientes también, y había que tomarse las cosas con su respectiva seriedad. Un compañero de clases, que era el prototipo de estudiante dedicado con seriedad, sufría de manera especial las actitudes y comportamientos de este estudiante que se tomaba las cosas sin ninguna aparente responsabilidad. Lo bueno era que este estudiante-payaso era sobresaliente en sus notas y calificaciones, a pesar de que su compañero prototipo, con quien compartía la habitación, nunca lo veía estudiando y dedicado como lo era él. No se explicaba que saliera mejor que él. La competencia, tal vez, en el fondo era lo que lo intrigaba y lo hacía sufrir.
         Como no había nada qué hacer que implicara estar levantado, aunque sí despierto inevitablemente, se dispuso a mirar la película que estaban dando en la televisión, esa mañana. La temática le fue envolviendo poco a poco a punto de encontrarse interesado nuestro personaje. Sentía una especial simpatía por el actor en cuestión.

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