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Serían como las seis de la mañana. Un
poco antes, tal vez. El sol entraba por las rendijas de la ventana y su
claridad parecía ser una mucama que venía a quitar las sábanas, porque era hora
de estar levantados. Se saboreaba el último calorcito de la cama y se entraba
en la lucha de entre ya es hora y otro poquito más porque la estancia estaba
rica y acogedora. Había que levantarse. Ya el cuerpo habituado en su reloj
rutinario indicaba que no era tiempo de estar acostado. Era hora de estar de
pie. No había nada que exigiera el levantarse a esa hora, ni más temprano, pero
la fuerza de la costumbre programa los cerebros como un reloj suizo y el cuerpo
obedecía a un programa de vida de toda una vida. Quedarse en la cama era perder
tiempo, sobre todo si se quería dormir, a no ser que en verdad el cuerpo
pidiera estar acostado por razones de quebrantamiento de salud. Y, aún así, el
instinto de la costumbre llevaba a estar despierto desde muy temprano.
No había
nada qué hacer levantado a esa hora de la mañana. La rutina matutina se seguía
como se había seguido siempre. Agradecer al Creador el nuevo día de manera
instintiva, como siempre. Colocarse en sus manos y elevar el pensamiento junto
con el sentimiento a su voluntad y predisponerse a ser fiel a sus designios,
por sobre todas las cosas, también como siempre. Todo era el ritual matutino.
En la
televisión estaban dando la película en la que Robin Williams hacía de un
estudiante de medicina con ideas nuevas para sus compañeros de clases y para
sus profesores. Proponía que había que mejorar no solo la salud física, sino
emocional de los pacientes. Todo se desarrollaba en un hospital con pacientes
de cáncer, sobre todo muchos niños con cáncer. Las ideas del personaje eran
vistas por todos como ideas propias de una persona desequilibrada. La medicina
tenía que tomarse en serio y no a la ligera ni con humor, como pretendía este
estudiante. Lo novedoso que se proponía era que había que trabajar con los
pacientes, con nombres y apellidos, y no como números de cama y de habitación.
Había que llamar e identificar a cada paciente de manera personalizada y no con
la clasificación numérica de manera imparcial. Había que involucrarse
emocionalmente con los pacientes de cáncer. Había que mejorar la calidad de
vida, y no solo retrasar la muerte, como tradicionalmente hacen muchos profesionales
de la medicina. Para eso había que hacer reír a los pacientes. Hacerlos reír.
Este estudiante se colocaba una goma roja de payaso en la nariz e iba por las
habitaciones del hospital haciendo payasadas. Provocaba la risa de algunos y el
disgusto de otros. Algunas de las enfermeras lo secundaban. Otras lo
criticaban. Los médicos, sobre todo uno, que era su profesor, lo tenían en tres
y dos. Lo tenía en la mira y no aprobaba para nada sus comiquerías fuera de
sitio y lugar. El hospital era asunto serio y los pacientes también, y había
que tomarse las cosas con su respectiva seriedad. Un compañero de clases, que
era el prototipo de estudiante dedicado con seriedad, sufría de manera especial
las actitudes y comportamientos de este estudiante que se tomaba las cosas sin
ninguna aparente responsabilidad. Lo bueno era que este estudiante-payaso era
sobresaliente en sus notas y calificaciones, a pesar de que su compañero
prototipo, con quien compartía la habitación, nunca lo veía estudiando y
dedicado como lo era él. No se explicaba que saliera mejor que él. La
competencia, tal vez, en el fondo era lo que lo intrigaba y lo hacía sufrir.
Como no
había nada qué hacer que implicara estar levantado, aunque sí despierto
inevitablemente, se dispuso a mirar la película que estaban dando en la televisión,
esa mañana. La temática le fue envolviendo poco a poco a punto de encontrarse
interesado nuestro personaje. Sentía una especial simpatía por el actor en
cuestión.
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