miércoles, 21 de diciembre de 2016

capitulo 6

                                                                                                                                                          (6)       



         A los dos días, nuestro personaje se había quedado embelesado con otra película que estaban dando en la televisión. Ya sabemos lo de su rutina matutina. Eran las siete y dieciocho minutos de la mañana. Solía encender la televisión después de algunas pequeñas cosas rutinarias, y la mantenía encendida, mientras realizaba lo de siempre: el baño, el aseo personal, prepararse el desayuno, y todo lo demás que incluía ya su rutina, hasta que partía de su apartamento, casi siempre a las ocho de la mañana. Muy pocas veces más tarde.
         Esa mañana estaban dando una película sobre un escritor famoso, que en sus buenos tiempos había publicado sus artículos en una revista. Estaba mayor y tenía a un joven como empleado que era jugador de basket y vivía en el mismo departamento. El joven era un gran deportista y estaba becado en una universidad. Este muchacho había tenido la curiosidad por escribir y le había pedido que le enseñara cómo hacerlo. El señor tomó una máquina de escribir y empezó a escribir, mientras le iba diciendo que “escribir es escribir, y no pensar”; que hay que escribir sin pensar, tal como vayan saliendo las cosas, sin corregir; solamente escribir. Y mientras iban hablando, el señor iba escribiendo. Al terminar de conversar sobre el asunto, sacó la hoja de la máquina halándola por la parte frontal de la máquina y se la dio al muchacho, quien al leer lo que había escrito, quedó sorprendido. El señor lo había hecho con tanta soltura y sin detenerse a pensar lo que estaba escribiendo… Fue transcurriendo la película, y a pesar de que nuestro personaje no había visto el antes, ni el comienzo de la misma, no aguantó la tentación de quedarse mirando la televisión, sentado en un extremo de la cama, apoyando su cuerpo con los brazos hacia atrás…
El tiempo iba pasando. Ya eran las ocho y veinte. Miró su reloj. Tenía programado salir a las siete y media, pero lo que estaba mirando se tornaba interesante. Sobre todo que le resultaba útil. Tenía programado ir a la compañía de servicio de televición por cable para anular la suscripción del servicio. La razón era que por problemas de electricidad la antena repetidora no transmitía la señal con regularidad. En las noches su televisor se quedaba todo en azul, precisamente porque la señal dependía de las antenas repetidoras, y como la electricidad estaba presentado problemas por el racionamiento que se estaba aplicando, no había señal televisiva en su aparato. En las mañanas siempre había electricidad, y era cuando aprovechaba ese poco tiempo para mirar algo, como ese día.
         El muchacho de la película asistía a la universidad y contaba con el asesoramiento del escritor, con quien conversaba mucho. Y como era lógico absorbía de los conocimientos y de la cultura del señor. Un día en clases, el profesor interrogó a un alumno sobre un autor, y el alumno no sabía absolutamente nada sobre el autor y su obra, sobre la que estaba hablando en clase. El muchacho deportista murmuró el nombre del autor, y el profesor se sintió ofendido porque no le estaba preguntando a él. Entonces, el profesor se dedicó a carear al muchacho con citas de autores para ponerlo en ridículo. La sorpresa fue grande porque el muchacho deportista interrumpía al profesor citando al autor y continuando la frase que el profesor decía. El profesor había quedado desautorizado por el muchacho, quien, según el profesor tenía que ser bueno solo en el deporte, y no en letras.
         Al regreso a la casa, el muchacho deportista había comentado todo el impasse con su amigo y tutor. Tuvieron su intercambio de ideas. El señor le advirtió que tuviera cuidado porque el profesor se había sentido humillado, y que podría venir represalias. El muchacho no veía el motivo. E hicieron un trato: que todo lo que el muchacho escribiera que no se lo enseñara a nadie, hasta que no tuviera terminado. Porque, de hecho, el muchacho había comenzado a escribir algunas cosas. El señor le dijo que escribiera, y si lo iba a publicar, que lo publicara intacto, sin correcciones, porque escribir es escribir y no pensar. Volvió a insistir en la idea el señor y empezó a sacar sus frustraciones de escritor, que había visto mucho de sus artículos corregidos, amputados y encuadrados a los gustos y estilos de los críticos. Nunca había sido publicado tal como había escrito, sino como habían querido las casas editoriales. Había pasado con algunos de sus libros. Porque el escritor sigue su vena de escritor. No escribe para gustar y para complacer gustos y pareceres. Escribe porque así lo siente. Por lo que decía, el señor tenía muchas experiencias amargas al respecto. E invitó al muchacho que escribiera sobre un tema que ya el señor había escrito. Le sugirió el mismo título, que era algo así como “la época de la fe verdadera”, o algo por el estilo, que tenía que ver con la fe y con una época. Pero, con la promesa de no dárselo a nadie.
         En esos días, en la universidad, se estaba realizando un concurso de ensayos de escritores. Era parte del curso. El muchacho había participado con un artículo. Después del entrenamiento de basket, el muchacho fue llamado a la oficina del rector de la universidad. Lo estaba esperando toda la comitiva académica para conversar sobre el artículo para que diera razones. Le preguntaron que si su artículo era suyo. El muchacho respondió afirmativamente. Le preguntaron que si esas ideas eran suyas o copiadas. Suyas, respondió. El profesor que llevaba el ataque y el interrogatorio era el profesor del impasse en la clase, con la asistencia y aprobación del resto de los profesores. Cuando el profesor consideró que ya lo había acorralado lo suficiente, se acercó con una revista abierta en la página donde comenzaba el artículo del escritor tal, que había escrito un artículo con el mismo título, y desenmascaró al muchacho… El mismo profesor reconocía la originalidad de las ideas del artículo del muchacho, pero le criticaba el mismo título, y la primera línea que eran tal cual las mismas con que empezaba el artículo el señor, cuando había publicado el artículo. Entonces, el profesor le pidió que escribiera una nota reconociendo que se había copiado, cosa que no era verdad, y que la leyera en clases. El muchacho no escribió nada, por lo menos en ese momento de la película.
         Nuestro personaje estaba absorto y por de más interesado. Ya había pasado la hora que tenía programada de salir. Pero el momento de la película valía la pena. Miró el reloj y se disculpó consigo mismo, como si tuviese obligación de hacerlo. Era su propio tiempo y no tenía que dar explicaciones.
         El muchacho de la película llegó rabioso a la casa. El señor lo abordó. El muchacho le contó todo con lujos de detalles. El señor le pidió que hiciera la nota, que se disculpara y que reconociera que se había copiado. El muchacho alegó furioso todas sus razones, que diferían del señor. En ese momento se desató un lazo muy bonito de cariño entre los dos. El señor empezó a aflorar su instinto paternal de protección….
         Nuestro personaje se levantó de la cama donde estaba sentado. Apagó el televisor, tomó su maletín, tomó las llaves de su carro y del apartamento, apagó las luces, y salió de la habitación…

         No se supo el desenlace de la película. Ni qué pasó con el muchacho.

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