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A los
dos días, nuestro personaje se había quedado embelesado con otra película que
estaban dando en la televisión. Ya sabemos lo de su rutina matutina. Eran las siete
y dieciocho minutos de la mañana. Solía encender la televisión después de
algunas pequeñas cosas rutinarias, y la mantenía encendida, mientras realizaba
lo de siempre: el baño, el aseo personal, prepararse el desayuno, y todo lo
demás que incluía ya su rutina, hasta que partía de su apartamento, casi
siempre a las ocho de la mañana. Muy pocas veces más tarde.
Esa
mañana estaban dando una película sobre un escritor famoso, que en sus buenos
tiempos había publicado sus artículos en una revista. Estaba mayor y tenía a un
joven como empleado que era jugador de basket y vivía en el mismo departamento.
El joven era un gran deportista y estaba becado en una universidad. Este
muchacho había tenido la curiosidad por escribir y le había pedido que le
enseñara cómo hacerlo. El señor tomó una máquina de escribir y empezó a
escribir, mientras le iba diciendo que “escribir
es escribir, y no pensar”; que hay que escribir sin pensar, tal como vayan
saliendo las cosas, sin corregir; solamente escribir. Y mientras iban hablando,
el señor iba escribiendo. Al terminar de conversar sobre el asunto, sacó la hoja
de la máquina halándola por la parte frontal de la máquina y se la dio al
muchacho, quien al leer lo que había escrito, quedó sorprendido. El señor lo
había hecho con tanta soltura y sin detenerse a pensar lo que estaba
escribiendo… Fue transcurriendo la película, y a pesar de que nuestro personaje
no había visto el antes, ni el comienzo de la misma, no aguantó la tentación de
quedarse mirando la televisión, sentado en un extremo de la cama, apoyando su
cuerpo con los brazos hacia atrás…
El tiempo iba pasando. Ya eran las
ocho y veinte. Miró su reloj. Tenía programado salir a las siete y media, pero
lo que estaba mirando se tornaba interesante. Sobre todo que le resultaba útil.
Tenía programado ir a la compañía de servicio de televición por cable para anular
la suscripción del servicio. La razón era que por problemas de electricidad la
antena repetidora no transmitía la señal con regularidad. En las noches su
televisor se quedaba todo en azul, precisamente porque la señal dependía de las
antenas repetidoras, y como la electricidad estaba presentado problemas por el
racionamiento que se estaba aplicando, no había señal televisiva en su aparato.
En las mañanas siempre había electricidad, y era cuando aprovechaba ese poco tiempo
para mirar algo, como ese día.
El
muchacho de la película asistía a la universidad y contaba con el asesoramiento
del escritor, con quien conversaba mucho. Y como era lógico absorbía de los
conocimientos y de la cultura del señor. Un día en clases, el profesor
interrogó a un alumno sobre un autor, y el alumno no sabía absolutamente nada
sobre el autor y su obra, sobre la que estaba hablando en clase. El muchacho
deportista murmuró el nombre del autor, y el profesor se sintió ofendido porque
no le estaba preguntando a él. Entonces, el profesor se dedicó a carear al
muchacho con citas de autores para ponerlo en ridículo. La sorpresa fue grande
porque el muchacho deportista interrumpía al profesor citando al autor y
continuando la frase que el profesor decía. El profesor había quedado desautorizado
por el muchacho, quien, según el profesor tenía que ser bueno solo en el
deporte, y no en letras.
Al
regreso a la casa, el muchacho deportista había comentado todo el impasse con
su amigo y tutor. Tuvieron su intercambio de ideas. El señor le advirtió que
tuviera cuidado porque el profesor se había sentido humillado, y que podría
venir represalias. El muchacho no veía el motivo. E hicieron un trato: que todo
lo que el muchacho escribiera que no se lo enseñara a nadie, hasta que no
tuviera terminado. Porque, de hecho, el muchacho había comenzado a escribir
algunas cosas. El señor le dijo que escribiera, y si lo iba a publicar, que lo
publicara intacto, sin correcciones, porque escribir
es escribir y no pensar. Volvió a insistir en la idea el señor y empezó a
sacar sus frustraciones de escritor, que había visto mucho de sus artículos
corregidos, amputados y encuadrados a los gustos y estilos de los críticos.
Nunca había sido publicado tal como había escrito, sino como habían querido las
casas editoriales. Había pasado con algunos de sus libros. Porque el escritor
sigue su vena de escritor. No escribe para gustar y para complacer gustos y
pareceres. Escribe porque así lo siente. Por lo que decía, el señor tenía
muchas experiencias amargas al respecto. E invitó al muchacho que escribiera
sobre un tema que ya el señor había escrito. Le sugirió el mismo título, que
era algo así como “la época de la fe verdadera”, o algo por el estilo, que
tenía que ver con la fe y con una época. Pero, con la promesa de no dárselo a
nadie.
En esos
días, en la universidad, se estaba realizando un concurso de ensayos de
escritores. Era parte del curso. El muchacho había participado con un artículo.
Después del entrenamiento de basket, el muchacho fue llamado a la oficina del
rector de la universidad. Lo estaba esperando toda la comitiva académica para
conversar sobre el artículo para que diera razones. Le preguntaron que si su
artículo era suyo. El muchacho respondió afirmativamente. Le preguntaron que si
esas ideas eran suyas o copiadas. Suyas, respondió. El profesor que llevaba el
ataque y el interrogatorio era el profesor del impasse en la clase, con la
asistencia y aprobación del resto de los profesores. Cuando el profesor
consideró que ya lo había acorralado lo suficiente, se acercó con una revista
abierta en la página donde comenzaba el artículo del escritor tal, que había
escrito un artículo con el mismo título, y desenmascaró al muchacho… El mismo
profesor reconocía la originalidad de las ideas del artículo del muchacho, pero
le criticaba el mismo título, y la primera línea que eran tal cual las mismas
con que empezaba el artículo el señor, cuando había publicado el artículo.
Entonces, el profesor le pidió que escribiera una nota reconociendo que se
había copiado, cosa que no era verdad, y que la leyera en clases. El muchacho
no escribió nada, por lo menos en ese momento de la película.
Nuestro
personaje estaba absorto y por de más interesado. Ya había pasado la hora que
tenía programada de salir. Pero el momento de la película valía la pena. Miró
el reloj y se disculpó consigo mismo, como si tuviese obligación de hacerlo.
Era su propio tiempo y no tenía que dar explicaciones.
El
muchacho de la película llegó rabioso a la casa. El señor lo abordó. El
muchacho le contó todo con lujos de detalles. El señor le pidió que hiciera la
nota, que se disculpara y que reconociera que se había copiado. El muchacho
alegó furioso todas sus razones, que diferían del señor. En ese momento se
desató un lazo muy bonito de cariño entre los dos. El señor empezó a aflorar su
instinto paternal de protección….
Nuestro
personaje se levantó de la cama donde estaba sentado. Apagó el televisor, tomó
su maletín, tomó las llaves de su carro y del apartamento, apagó las luces, y
salió de la habitación…
No se
supo el desenlace de la película. Ni qué pasó con el muchacho.
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